
En tiempos donde la propaganda aún intenta sostener el mito de la “potencia médica”, una imagen rompe el silencio. No es un testimonio, ni una denuncia grabada en video. Es una simple fotografía postoperatoria que circula entre médicos, estudiantes y ciudadanos dentro y fuera de Cuba. Una imagen que no necesita palabras, porque lo dice todo: una herida mal cerrada, maltratada, mal hecha. Pero, sobre todo, una herida que refleja mucho más que un mal procedimiento quirúrgico: refleja el colapso de un sistema.
Desde el punto de vista técnico, los errores saltan a la vista con la precisión de un bisturí mal afilado. Las suturas aplicadas con una tensión que compromete la circulación. Bordes irregulares sin el más mínimo intento de afrontamiento anatómico. Un estado inflamatorio que anticipa lo peor: necrosis, infecciones, sepsis. Lo que debería ser el cierre de una herida se convierte, en cambio, en la apertura de una realidad que muchos prefieren no mirar.
Cirugías con estándares del siglo XIX
El procedimiento quirúrgico que aparece en la imagen parece sacado de un manual médico olvidado en el tiempo. No por técnica revolucionaria, sino por precariedad estructural. En un contexto donde los quirófanos escasean, los insumos desaparecen y el instrumental quirúrgico se recicla más veces que un discurso oficial, la medicina en Cuba ha dejado de ser ciencia para convertirse en un ejercicio forzado de sobrevivencia.
Y aunque muchos intentan justificar estos horrores con la falta de recursos materiales, la verdad es más profunda. La raíz del problema no es solo la escasez de gasas o anestesia, sino la degradación sistemática de un modelo sanitario que prioriza la exportación de médicos como activo diplomático por encima de la atención a su propia población.
El mito que sangra por la costura
Mientras los quirófanos cubanos se convierten en escenarios de cirugías improvisadas, el Estado sigue exhibiendo a sus médicos en el extranjero como prueba de eficacia revolucionaria. Una especie de medicina-showroom que no muestra lo que pasa en casa: hospitales con techos que se caen, pacientes que llevan sus propias sábanas, familiares que deben encontrar desde guantes hasta antibióticos para que un procedimiento pueda siquiera comenzar.
¿Y el personal médico? Formado, sí. Capaz, también. Pero atrapado en un sistema que les exige hacer milagros con lo que no tienen. Que los obliga a elegir entre una mala cirugía o ninguna. Que los entrena con rigor académico, pero los lanza al campo de batalla sin armas, sin apoyo y, muchas veces, sin esperanza.
Heridas institucionales que no cierran
Cada cicatriz mal hecha es una denuncia. Cada paciente que sufre una complicación evitable es una prueba más de que el sistema de salud cubano dejó hace rato de ser ejemplo para convertirse en advertencia. No se trata de una excepción. Es la norma.
Y lo más alarmante no es la herida en la piel del paciente, sino la herida profunda en la credibilidad institucional. Porque mientras la OMS define estándares mínimos de seguridad quirúrgica, en Cuba esos estándares se sustituyen por improvisación, propaganda y silencio.
La salud pública no puede vivir del mito
En este país, donde tantas cosas funcionan por milagro o por maña, no debería sorprendernos que una cirugía se convierta en un crimen involuntario. Pero lo alarmante es que esto ya no cause sorpresa. Que ver una cicatriz mal hecha provoque más resignación que indignación.
Es hora de dejar de maquillar las estadísticas. De dejar de exportar médicos mientras el pueblo se desangra esperando una operación decente. De dejar de aplaudir logros históricos mientras se ignoran los fracasos actuales. Porque la salud de un pueblo no se mide por lo que dice el noticiero, sino por lo que pasa dentro del quirófano.
En Cubano Rebelde seguiremos visibilizando estos casos, no para escandalizar, sino para romper el silencio. Porque en la Cuba real, la medicina ya no es ciencia. Es supervivencia… y a veces, ni eso.